José Antonio Luengo
Hay momentos en la historia reciente en que parece que la Escuela en que va a desplomarse. A colapsar. Definitivamente. Esto es así desde hace ya mucho tiempo. Institución responsable de una de las tareas más importantes, trascendental, de cualquier sociedad medianamente vertebrada, no deja de ser, sin embargo, frecuentemente, una especie de tentetieso, una suerte de gran muñeco, sometido a mil influencias, golpes, zarandeos y meneos, generados a su alrededor y mascados desde el ordeno, mando y dispongo de quien gobierna y legisla, o al revés; y desde el escenario social donde se sirven e ingieren, y también digieren –por la gente ordinaria-, las decisiones de los poderosos, previamente cocinadas, normalmente a fuego lento, siempre marcadas por corolarios o mantras marcadamente ideologizados.
Un tentetieso al que todos quieren controlar, dominar. Sobre el que todos quieren influir. Y al que, más o menos, soterradamente, todos, también, critican. Como chivo expiatorio, es decir, como culpable de casi todo. Resulta curioso que, como en la antigüedad, se utilice el sacrificio de la escuela, público y explícito, para purgar las responsabilidades de otros. El no saber, de algunos, la negligencia de otros.
Un tentetieso, sin embargo, con un contrapeso en su base. Que le hace aguantar, sostenerse, balancearse sin terminar de ceder. Ese contrapeso le hace resistir, seguir, insistir, influir. Un contrapeso en forma de vocación. De magia. La magia que porta el dar clase cada día, encontrar a tus alumnos y mirarles a la cara. Quererles. Apreciarles. Innovar en la dificultad. Persistir. Firme, constante. Y si no lo hacemos así, acabaremos cayendo. Paralizados. Si no miramos a nuestros alumnos y alumnas como si nuestra-vida-dependiera-de-ello, si no construimos desde la consideración crítica, el éxito para todos, la inclusión como paradigma y la participación de todos en la tarea, acabaremos recluidos en lo que, ya hoy mismo, es, en ocasiones, una paradigma de abandono, de rutina, de reproducción de intereses aviesos y, lamentablemente eso, interesados…
La mitología griega nos regaló historias de reflexión profunda sobre el ser y sentir del ser humano y su devenir como individuo y grupo. Sísifo hizo enfadar a los dioses, por su astucia para subvertir cierto orden natural de las cosas. Como castigo, fue condenado a perder la vista y a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre y así indefinidamente.
Como Sísifo, la escuela engañó a los dioses. A saber, a los poderosos, a los que orientan, desde sus acaudalados asientos, el norte, el destino de las cosas, del mundo en su conjunto. Desde su Olimpo. A lo largo de la historia, como Sísifo, la escuela ha buscado, y encontrado, en ocasiones, fórmulas para desobedecer, para seguir su instinto, su impulso renovador. Su misión crítica. La de conseguir un mundo mejor, con mejores personas. Con ideales y valores para todos. Sin plegarse a idearios ajenos a las necesidades de la gente. Y sobre todo, de los más desfavorecidos.
Pero el desobedecer tiene sus consecuencias. Y claro, la escuela, al final, escrutada, imputada, acusada y muchas veces condenada. Y, así, castigada, con artes maquiavélicas, a perder la vista, su visión. Y también, claro, su misión. Ha sido penada con la costosa carga de obedecer, vigilada siempre, con los designios, propósitos y proyectos de los que sustentan y alimentan el poder del dinero por encima de todas las cosas.
Obligada entonces, como Sísifo, castigada a cargar con su compleja tarea cada día, para observar, también cada día, que de poco ha servido el esfuerzo. Y observar, cada mañana, que ha de empezarse de nuevo, en soledad, sin el apoyo e incondicionalidad de quien insta, precisamente, al trabajo. Como Sísifo, pues, vemos caer la gran piedra, esa que hemos aguantado en nuestros hombros cada día. Y, disciplinados, iniciamos cada mañana la empresa con idéntico empeño. Idéntica ilusión. Desconociendo el resultado, el final de las cosas…
Al final, como le sucede a Sísifo, todo parece estar donde debe estar. Todo en su sitio. Y cada uno de nosotros en él. La escuela en él. A poder ser, dócil y cauta. En palabras de Camus (El mito de Sísifo), la experiencia, sin embargo, no es trágica sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil pequeñas voces maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días…
Dejo a Sísifo (nos dice Camus), al pié de la montaña. Siempre vuelve a encontrar su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien… Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo de mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar el corazón de un hombre.
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¿Seguimos ahí? ¿Seguiremos ahí? ¿Ciegos y, casi, agradecidos?